lunes, 3 de febrero de 2014

La escuela como máquina estetizante



por PABLO PINEAU Profesor titular regular, UBA


La escuela y la modernidad establecieron desde el comienzo una relación de producción mutua: la escuela fue tanto una de las mayores creaciones de la modernidad como uno de los motores principales de su triunfo. Mediante complejos y eficaces dispositivos, construyó subjetividades que comulgaban con esa cosmovisión. A ser moderno se aprendía, principal aunque no exclusivamente, en la escuela. Ella enseñaba a actuar sobre el mundo de acuerdo con ciertas premisas y matrices que se articulaban con los efectos de otras instituciones similares. De este modo, a lo largo del siglo XIX y XX, las sociedades modernas convirtieron a la escuela en una de las herramientas privilegiadas para desarrollar potentes procesos de unificación de costumbres, prácticas y valores en las poblaciones que le fueron asignadas. Es decir, la transformaron en un mecanismo propicio para llevar a cabo el objetivo moderno de que las poblaciones compartieran una cultura común –basada en una misma ética y una misma estética–, necesaria para los progresos prometidos y soñados. Así, la escuela logró fraguar el futuro mediante la inculcación en grandes masas de población de pautas de comportamiento colectivo, basadas en los llamados “cánones civilizados”. Los colores, vestuarios, disposiciones, gestos y posiciones de género resumibles en el “buen gusto” y el “sentido común” escolares no son casuales, ingenuos ni universales, sino que responden a una campaña histórica de producción estética: esas marcas son premiadas o sancionadas, permitidas o prohibidas, de acuerdo con su grado de adaptación a los modelos impuestos por la institución educativa.

DE QUÉ HABLAMOS CUANDO HABLAMOS DE ESTÉTICA ESCOLAR La estética no es entendida aquí como “realidad”, “cotidianidad”, “materialidad” o “racionalidad”. No está comprendida tampoco como un hecho aislado y extraordinario, “desinteresado”, apriorístico, producto de una especial “actitud estética”, sino como un registro constitutivo e inescindible del conjunto de las experiencias de los sujetos individuales y colectivos que, por tal, establece diversas relaciones de efectividad con otros registros sociales. Se trata, en realidad, de un sistema de operaciones que convierte el mundo sensorial de los sujetos en determinadas sensibilidades mediante la sanción de juicios de valor. Desarrolla, en consecuencia, un vocabulario de categorías específicas (bello/feo, agradable/desagradable, etcétera) de clasificación sobre las sensaciones. Así, en tanto “fábrica de lo sensible”, la estética produce sensibilidades que provocan un conjunto de emociones que son parte, a su vez, de los modos con los cuales los sujetos “habitan” y “conocen” el mundo. Moldea sus subjetividades y promueve en ellas sentimientos de afinidad y rechazo hacia ciertas formas y actos que garantizan los funcionamientos deseados.

Ahora bien, por ser la estética una manera de apropiarse del mundo y actuar sobre él, sus planteos inevitablemente se deslizan hacia la ética y, por añadidura, a la política. Lo que parece bello resulta, además, correcto. Y luego, un ideal de lucha. La estética se vuelve entonces un campo de debate político –en un sentido amplio– y de producción de proyectos de alto impacto social. Por eso, acercarse a estudiar su historia implica, por un lado, entender los proyectos estéticos como proyectos políticos, y, por otro, analizar tanto las relaciones que esta asumió con otros registros sociales como lo que en ellos produjo. Su estudio, por otra parte, no puede limitarse al análisis de los efectos estéticos generados por las prácticas sociales, sino que debe incluir también las consecuencias generadas por tales prácticas.

Es posible, entonces, identificar las luchas que entablaron los distintos grupos sociales por la adjudicación de valor entre sus diferentes capitales estéticos. Desde fines del siglo XIX, estas contiendas se dieron principalmente en el seno del Estado, en tanto metainstitución dadora de sentido. Como disputas por la hegemonía, los distintos grupos sociales pugnaron para que sus sensibilidades integraran la “cultura de Estado”, la “cultura pública” o la “cultura oficial”, como forma de otorgarle más valor. Y en esas disputas, la definición de la estética escolar ocupó un lugar de privilegio. Conjunto específico de normas, reglas y prácticas que organiza el tránsito por la institución escolar, la estética es parte de la “cultura escolar”; puede pensarse como un acto de interpelación a través del cual distintas formas escolares –los objetos y los sujetos, los espacios y los tiempos– convocan a los sujetos en tanto seres sensibles.

La escuela quedaría definida, en este sentido, como un espacio posibilitador y sancionador de determinadas experiencias estéticas. Sin embargo, el discurso escolar muchas veces se encuentra con límites y oposiciones provenientes de estéticas familiares, locales, cotidianas, de clase, etcétera. La diversidad de estas formas previas no aceptadas por el modelo hegemónico de entender lo bello y agradable se reproducen y cambian de manera constante y marginal, dando lugar al surgimiento de algo distinto que no responde exactamente al modelo que desde un extremo se intenta imponer.

UN MODELO PROPIO Para el caso argentino, a estas condiciones “globales” se suma la característica que el sistema educativo nacional tuvo desde sus orígenes por sus finalidades principales: disciplinar e integrar consensualmente a los sectores populares y funcionar como una instancia de legitimación y formación política para los grupos gobernantes. Su potencial democrático radicó en que, al menos en el plano retórico, todos los sujetos posibles de ser “civilizados” debían concurrir a ella. Esta política explica su rápida difusión en la Argentina y la consecuente elevación de las tasas de alfabetización y escolarización a partir de entonces.

... POR SER LA ESTÉTICA UNA MANERA DE APROPIARSE DEL MUNDO Y ACTUAR SOBRE ÉL, SUS PLANTEOS INEVITABLEMENTE SE DESLIZAN HACIA LA ÉTICA Y, POR AÑADIDURA, A LA POLÍTICA.

En el momento de su constitución, el sistema educativo argentino se propuso imponer colectivamente una estética “civilizada” –basada en conceptos como la higiene, el recato y el control de los excesos–, en oposición a la estética “bárbara” –entendida como una rémora para el progreso del país–, presente en la sociedad y la educación previas. El triunfo de la escuela implicó, de esta forma, la unificación estética de las poblaciones a su cargo, que tuvo como efectos el despliegue del Estado moderno, la creación de la nacionalidad como imaginario compartido, la imposición de prácticas y patrones simbólicos a todos los habitantes y la creación de mercados de producción y consumo homogéneos y expansivos. En la escuela argentina se disputó la construcción de “un común” entendido en clave de homogeneidad, que supuso la definición –no totalmente monolítica y estable– de un repertorio cultural considerado como válido que imperó sobre los otros.

En esa definición, una diferencia importante separó la educación “popular”, encargada de imponer las pautas comunes –el nivel primario obligatorio y la Escuela Normal que debía formar a sus docentes, destinada a sectores medios bajos y mujeres–, del segmento dedicado a la formación de las élites –integrado por el Colegio Nacional y la Universidad–, cuya identidad estaba dada por la generación de prácticas de distinción inscritas en la misma estética oficial que ordenaba todo el sistema.

En suma, la invocación a la estética escolar en el siglo XIX en la Argentina fue una respuesta al problema de la construcción de la nación moderna. El poder tendió a estetizarse como forma de producir una nueva unidad ante el rechazo de las formas heredadas de la etapa colonial. La escuela, concebida como una maquinaria ideal de modernización e inclusión de las poblaciones nativas e inmigrantes para lograr el “progreso” del país, produjo una estética común articulada con conceptos como civilización, república, ciudadanía, cosmopolitismo, decencia, trabajo, ahorro, autocontrol e higiene, a la que oponían un enemigo –resumido en el término “barbarie”, asociado al atraso– que reinaba fuera de ella. La opción político-pedagógica frente a ese objetivo fue la “inclusión por homogeneización”. Esto es, la garantía del ejercicio de derechos sancionados en la Constitución Nacional de 1853 para todos los habitantes del país –nativos y extranjeros–, mediante la aceptación de un molde cultural y estético único, resumido en la noción de “civilización”.

La maquinaria escolar impuso un tipo cultural común de cuño ilustrado con elementos positivistas, republicanos y burgueses. En su ámbito debían formarse sujetos que amaran la cultura escrita, tuvieran el higienismo, el decoro y el “buen gusto” como sus símbolos culturales más distinguidos, y se opusieran a la vez tanto al lujo y al derroche aristocrático como a la sensualidad y “brusquedad” de los sectores populares. Se produjo entonces una combinación bastante estable de posiciones democratizadoras –mediante la inclusión– y autoritarias –a través de la homogenización– que anidó en la escuela argentina y marcó su historia educativa. Esta condición paradójica de origen le otorgó gran movilidad y productividad. Los debates dentro de la estética escolar se tejieron en consonancia tanto con los procesos de modernización como con los de restauración social y cultural. Así, fenómenos como las diversas luchas sociales y de género, la constitución de nuevos sujetos políticos, las pugnas generacionales, los cambios tecnológicos, las discusiones artísticas y los debates académicos impactaron en ella dando lugar a disputas propias irreducibles a estos otros registros.


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